viernes, 31 de agosto de 2012

DULCE NOSTALGIA


Crónica del día. No hacen falta regalos nuevos cuando todos los viejos siguen tan nuevos como si nunca hubieran envejecido.

Que no está el horno para bollos, ya lo sabe la harina. Que se ve, se oye y se siente el desánimo arrastrándose por el asfalto llevo de socavones, es tan viejo como el sereno que antaño acudía a abrir las puertas de la decencia en horas intempestivas para la buena urbanidad.
Mucho ha llovido desde la época del recato tras las cortinas. Veo en la sobremesa de sofá y siesta entre bostezos “Amar en tiempos revueltos” y me sacude la nostalgia de la rebeca sobre los hombros y el lazo anudando la cola de caballo; los calcetines tobilleros y la falda a media pierna. También el cine de beso oculto y la mano renqueando para llegar a la entrepierna, mientras los cinéfilos colindantes pegaban chicles bajo los asientos del gallinero, y miraban de soslayo para avergonzarse de lo que aún no se había consumado.
Por momentos, siento nostalgia del silencio y la mojigatería. Siempre digo aquello de que, volver hacia atrás ni para coger impulso, y no puedo dejar de sentir repulsa hacia lo que parecen halos refulgentes como aureola inventada sobre sacrosantas cabezas, cuando miro en derredor y me esfuerzo por no darle con el rodillo de hacer tortitas a más de cuatro que me cruzo por la calle, cuando les brilla el oropel del fraude en sus figuras gastadas.
Pero echo de menos a la chiquilla de rizos peinados y charol en los zapatos que, feliz, saltaba a la comba en las calles; aunque la noche desdibujara los rostros cuando las cocinas se alimentaban de leña entre las trébedes y el barro cocía el hambre sazonada de tristeza, pero alimentaba el  respeto al vecino de puertas abiertas y alacenas sin cerrojo.
Añoro la quietud de las calles de mi adolescencia junto al beso de la tranquilidad merodeando las esquinas. Echo de menos el abrazo maternal de mi abuela que me enseñaba entre caricias a disfrutar de lo nuestro, sin  tener que quitárselo a los demás. Al esfuerzo de mi madre por guardar en montoncitos los duros para mis juguetes, y la lana tejida para el invierno, para que yo paseara como reina entre la nieve y el frío me coloreara la piel mientras jugaba a ser tendera.
Ahora, ni rezándole al patrón de las causas perdidas, rememorando  aquellas misas obligadas  de peinados ocultos tras velos de colores que prendían alfileres de cabezas perladas, se podría conseguir que volviera la calma a las vidas disfrutadas de calle y encuentro.
Yo no recuerdo el miedo antiguo, porque no sufrí aquellos estragos de post-guerra que tiñeron de negro los presagios, cuando todo obligaba a callar y los supervivientes doblegaban la cabeza, pero los niños éramos libres entre los juegos y la inocencia; sin más miedo que el de rompernos la piel de las rodillas por los porrazos al correr tras  juguetes rudimentarios o imaginados.
Miro atrás y me quedo con aquel negrito del África tropical, endulzando la vuelta de la escuela. Los seriales radiofónicos en los que me aplastaba la nariz sobre la radio, intentando ver dentro a los que tanto hablaban, lloraban o reían. La magia de las palomitas saltando algodonadas en la sartén sobre la lumbre. El caramelo tiñendo los cazos dando vueltas al calor del azúcar. Aquellos mininos que miraban quietos el bulle-bulle de pollitos salidos de huevos recientes. El  chocolate acompañando el pan o las tortas de manteca calentadas al orete del fuego. Aquella primera novela  que pesaba más que yo, encontrada en lo alto de un armario oliendo a tiempo y olvido, y la leía cuando mis años eran de gatos con botas y cenicientas.
Sueño aún con la muñeca que conservo entre el polvo de un rincón, que andaba cogida de la mano y llevaba puestas mis enaguas de los vestidos algodonados. Y me quedo con todo y la nada de todo aquello. Porque ya sólo hay ausencia en los recuerdos teñidos de nostalgia. Dulce nostalgia.  Pero no puedo evitarlo; quisiera ser niña de nuevo y jugar hasta romperme la piel de las rodillas. Cargar el peso de mi nostalgia, para sopesar a la niña feliz que se retrataba en blanco y negro y veía colorines. Anudarme el uniformado lazo blanco a la cintura, y comprarme “paleduz” a las cinco de la tarde entre plumier oliendo a mina y borrador de nata. Peinarme las trenzas anudadas en lazos de nylon rosa, y desenroscarme el flequillo rebelde como los años tiernos. Volver a ser la niña que le escribía a la Luna de sus sueños, porque la realidad me pide ir hacia atrás y jugar de nuevo para encontrarme en ellos.
No sé por qué hoy me asalta como ladrón agazapado la nostalgia. Quizá porque hoy cumplo un año más. Un año que se suma al tiempo de un tiempo que durará tanto como para hacerse realidad la nostalgia, y llevarme de su mano al mágico mundo de los sueños. Sueños que siempre viven conmigo y me ayudan a seguir jugando.
Y, como no hay nostalgia sin alegría pasada por el tamiz, creo  que me he ganado una tarta de chocolate y ratones. Mi preferida.
Gata Literata.